Desde
pequeño he sentido una atracción irresistible por Halloween, o por
lo menos por esa imagen de la noche de difuntos que transmitían
todas las series, principalmente animadas, que veía mientras crecía
en los confortables 90s. Me fascinaba la idea de disfrazarse, de que
todo lo invadieran monstruos, fantasmas, zombies… el trick or
treat, las manzanas de caramelo, las Jack-o-lanterns…
¡Cualquier niño querría eso una vez al año! Pero no, aquí
teníamos que conformarnos con panellets, castañas y
boniatos.
Ya más crecidito, lo que
me atraía de Halloween eran cosas distintas. Claro que también las
referencias eran algo distintas… Esas fiestas de instituto, con
todo el personal disfrazado, saboteando el ponche y escuchando bandas
de punk rock (¿Qué 90’s kid no recuerda esa mítica escena
de Offspring en la fiesta de El Diablo Metió la Mano?)
me daban una envidia insana. Aquí las fiestas eran más bien de DJ
cutre “pinchando” música comercial y sin necesidad de sabotear
el ponche porque (en eso sí que ganábamos a los yankees)
cualquiera que aparentara 16 años podía comprar alcohol con
facilidad. De todos modos, me seguían dando envidia todos esos
referentes cinematográficos que me recordaban lo que me estaba
perdiendo por haber nacido en estos lares.
Pero existe una película,
ambientada en la noche de Halloween, en la que se muestra la que
probablemente sea la fiesta más evitable de toda la historia. La
única que no me da envidia a pesar de tener lugar en los EEUU: la
fiesta en la Hull House de la ochentera Night of the
Demons.
Pongámonos en situación:
una casa en la que ocurrieron atroces crímenes, a tomar por culo de
la civilización, que posteriormente fue una funeraria y está
prácticamente en ruinas. Para más Inri, el susodicho evento está
organizado por Angela (Amelia Kinkade, también conocida por
ser “psíquica de animales”… así, como suena), la
no-tan-típica gótica del pueblo, amiga de lo oculto y, al igual que
la petarda de su amiga Suzanne (interpretada por la ya mítica Linnea
Quigley), una sociópata de cuidado. Y, por si dos sociópatas no
fueran suficientes, añade un grupo de desechos sociales (salvo la
aparentemente virginal e inocente protagonista, claro) demasiado
reducido como para que se pueda considerar una verdadera fiesta. Y
ahí tienes los ingredientes perfectos para un evento de Halloween
totalmente lamentable. Pero menos mal que, en este caso, lo que menos
nos interesa es la fiesta.
Night of the Demons
(1988) fue el segundo esfuerzo del realizador Kevin Tenney
tras Witchboard (1986), su primer acercamiento al
espiritismo y la brujería, temática que resultaría recurrente en
su filmografía posterior con la secuela Witchboard 2 (1993),
la muchas veces erróneamente considerada como parte de la saga
Witchtrap (1989) o la soporífera y fallida El
Sótano Prohibido (1989). Porque sí, es cierto que Night
of the Demons contó con dos secuelas (y un más reciente
remake que, personalmente, ni me atrevo a ver), pero Tenney
poco o nada tuvo que ver con ellos.
Convertida al cabo del
tiempo en título de culto por méritos propios, Night of the
Demons nos sitúa en la noche de Halloween de un pueblo en el
que aparentemente la juventud está perdida y corrompida hasta el
punto en que un vecino cascarrabias decide tomarse una pequeña
venganza llenando de cuchillas las manzanas que dará a los críos
(subtrama que nos proporcionará una gloriosa escena final). Sea como
sea, su trama central gira entorno al grupo de adolescentes y la
fiesta anteriormente mencionada, celebrada en el lugar más
inadecuado para ello. Poco más hay que rascar de su planteamiento,
el cual puede resultar simple y genérico, resonando ecos a
variopintos productos de la década - salvando las distancias de tono
e intencionalidad - como la saga Evil Dead, Spookies o
incluso, principalmente por sus grotescos efectos prácticos, a las
incursiones de Lucio Fulci en el terror. Pero su tramo final,
un verdadero “tren de la bruja”, justifica por sí solo su
estatus actual entre el fandom del fantástico. De él
extraemos gloriosos momentos, como la famosa escena del pintalabios y
el pezón (espeluznante es quedarse corto), el baile/invocación
gótico de Angela a ritmo de Bauhaus, el reventón de globos
oculares o la ya mencionada escena final, de una inverosimilitud
magnífica, un regalo para los fans del terror y el gore. Tampoco nos
podemos olvidar, claro está, de los magníficos one-liners de
Angela (“¿Qué pasa, Judy? ¿No te gusta tu cita a ciegas?”),
uno de los pocos monstruos/antagonistas femeninos de la década.
Un caramelo para los fans
del horror, especialmente de la década de los 80, con un tramo
inicial justificable (hay que construir la base que justifique las
acciones de los personajes) pero algo lento que deja paso a 40
minutos de pura gloria en su parte final. Un clásico esencial para
la noche del 31 de Octubre, a ser posible entre cervezas, picoteo y
amigos. Entretenimiento y risas aseguradas.
Óscar Lladó
@SlasherOz
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