En un par de meses, gracias al festival
B-Retina (en Cornellà de Llobregat, Barcelona), tendremos la
oportunidad de degustar en pantalla grande uno de los hitos del
terror italiano (¡Y mundial!), la gloriosa Demons, con
la presencia del gran Lamberto Bava. Sin duda, una experiencia
que cualquier fan del género debería marcar con sangre en su
calendario. No todos los días se tiene la oportunidad de ver al
realizador y poder preguntarle lo que se nos pase por la cabeza.
Porque con tan variopinta filmografía, Bava Jr. cuenta con vivencias
y conocimientos suficientes como para escucharle hablar durante
horas.
En este trigésimo noveno Baño de
Sangre, he querido dedicar una reseña a su ópera prima, la
retorcida y muy infravalorada Macabro. Sus primeros
minutos ya nos dan una pista de los derroteros que seguirá la cinta.
Jane, interpretada por Bernice Stegers, a quien posteriormente
veríamos en la marciana (en todos los sentidos) Xtro,
es una madre de familia que está viviendo un affaire
extramatrimonial. Durante una de sus escapadas antiestrés, su
hija pequeña se venga de ella matando a su hermano menor. Ante el
coitus interruptus propiciado por la llamada que le avisa de
la tragedia, Jane se marcha junto a su amante, pisando demasiado el
acelerador y sufriendo un accidente que también acaba en tragedia,
perdiendo a su fuente de gozo y placer, decapitado en el siniestro.
Intuimos durante este tramo inicial que
no estamos ante un giallo (aunque hay ciertos recursos
estilísticos que beben inevitablemente del género) ni ante una
cinta de terror, ni tampoco estamos ante un clásico drama familiar.
O quizás estemos ante las tres cosas a la vez. Sea como sea, el
núcleo de la trama es de un fuerte componente psicológico, lo cual
lo diferencia inmediatamente de prácticamente la totalidad de sus
trabajos de género, principalmente “accesibles” y de “visionado
sencillo”, en el sentido de que son meros divertimentos que si
acaso esconden una ligera crítica social, pero no se caracterizan
por su profundidad. Y esto no es algo malo, en absoluto.
La mayor parte del metraje ocurre un
año después de la funesta jornada, cuando Jane sale del hospital
psiquiátrico donde ha estado encerrada para recuperarse de lo
ocurrido y se queda a vivir en la casa donde se encontraba con su
amado, en la cual solo resta el entrañable Robert (Stanko
Molnar), ajeno a la grotesca realidad que se le viene encima
gracias a su ceguera. Y es que todas las noches oye a Jane gemir en
su habitación, dudando entre la posibilidad de que dedique a sí
misma largas sesiones de autoplacer o de que su fallecido amante le
visite cada noche desde el más allá. Cocida a fuego lento, la
atmósfera se va enrareciendo escena a escena para desembocar en un
tramo final que, si bien resulta previsible en cierto modo (y la
mayoría de la cartelería de sus diversas ediciones no ayuda
demasiado a mantener el misterio), no evita su efecto chocante por la
crudeza y violencia con que se lleva a cabo.
En el apartado técnico cabe destacar,
además de la composición de algunos de sus planos (si bien se abusa
en demasía de ese recurso tan del cine italiano como es el uso de
espejos), el diseño de producción en cuanto a la casa que se
desarrolla la acción, convirtiéndola prácticamente en otro
personaje más. No solo por su aspecto, si no por su distribución
(el ascenso hasta el terreno prohibido y misterioso). Una obra
maestra en sí misma que ayuda a engrandecer al personaje de Molnar,
convirtiendo su espacio de confianza, su zona segura, en un festín
descarnado de placer y violencia que devora su aparente paz.
Por estas fechas se cumple el
aniversario del estreno de Funny Games de Michael
Haneke, de su versión estadounidense para ser más exactos. Una
versión prácticamente calcada a la europea. Y estoy seguro de que
no soy el único que pensará a menudo “¿y qué pasaría si
Lamberto Bava (él y nadie más) rodara una nueva versión de su
debut direccional con los medios y recursos actuales?”. No caerá
esa breva, pero oigan, que bonito es soñar.
Óscar Lladó
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